A lo largo de la historia, el Vaticano ha recibido de sus distintas diócesis denuncias y cartas en las que se acusa a sus pastores de «la forma de ser, actuar y vivir, el trato a las personas así como su gestión pastoral y económica de la diócesis».
En las misivas se describen a obispos señoritos, a los que les gusta comer y beber bien. Pero, ¿Desde cuándo es un pecado que a un sacerdote le guste comer bien?. Tenemos ejemplos muy cercanos en los que en una comida a un poderoso cura se le dio a elegir vino y optó por una botella de un precio «de casi 200 euros». Muchos obispos suelen reunirse a menudo a comer con gente influyente y de dinero en sus casas o en algún reservado. También son asiduos de buenos restaurantes. «Curiosamente, con los sacerdotes, cuando va a las parroquias, nunca quiere comer», apostillan ciertas denuncias. Si nos atenemos a los votos sacerdotales, y estas acusaciones fueran ciertas, tendríamos que afirmar que nuestros atractivos prelados habrían renunciado al de la pobreza.
La iglesia necesita de la cocina y sus símbolos para propagar al mundo su mensaje evangélico
Traemos esta incidencia culinaria diocesana no para cuestionar el poder de la iglesia sino para reflexionar sobre curas, gastronomía y poder. ¿Es tan ético que el cura se coma el chorizo en casa del pobre como el faisán en casa del rico? ¿Existe el bocato di cardinale? ¿Come lo mismo un novicio que un arzobispo? ¿Hay tantos curas gordos? ¿Por qué siempre hay sacerdotes en los grandes cenáculos? ¿La iglesia influye en la vanguardia gastronómica?
Ya no se ven curas obreros en las fábricas y los párrocos de pueblo están conectados al Big data y la tecnología 5G. La realidad ha cambiado tanto que la iglesia católica entiende y se mimetiza con el entorno hasta el punto de poder adivinar que detrás del cochinillo del mar de Ángel León (morena asada con manzana cerca de la boca y de piel crujiente), puede estar la mano de dios.
Hay un ejemplo paradigmático de gastronomía evangélica en España que fue fundado en los años setenta por el padre Luis de Lezama, cura de Amurrio (Álava). Don Luis, fue secretario personal del Cardenal Tarancón en los difíciles años de la transición. Como pastor en una parroquia de Vallecas sacó adelante a la juventud marginada de la época creando la Taberna del Alabardero y su Escuela de Hostelería frente al Palacio Real de la capital. El cura de «los maletillas», como le apodaban, dirige hoy un imperio gastronómico de más de mil personas con restaurantes de alto nivel en Madrid, Sevilla, Málaga y Washington y ha formado a miles de chefs influyentes en todo el mundo. Lezama es un gastropastor pero también un influencer que oficia bodas como las de Julio Iglesias y Miranda Rijnsburger.
Por otro lado, la celebración sacramental está preñada de símbolos culinarios que alimentan el discurso, los contenidos y el propio mensaje evangélico. La mesa como espacio litúrgico la representan el pan y el vino. Observen cómo la espiga de trigo simboliza en la cultura mediterránea la resurrección, la regeneración. Es el grano que muere y renace cada cosecha. Para los orientales es el arroz y en América es el maíz. La vid es un árbol sagrado y el vino es una bebida de dioses citada en el antiguo testamento que otorga la juventud y la vida eterna. Su habitual color rojo nos evoca la fuerza de la sangre y el lagar es el símbolo de la victoria sobre la fugacidad del tiempo. El vino es el elixir, el néctar de la vida. Y en tercer lugar el aceite de oliva, emblema de prosperidad, pureza y luz. Símbolo del Espíritu Santo, en la Biblia sirvió para la parábola de las vírgenes prudentes e insensatas (Mateo 25: 1-13). Siempre se unge de aceite a los reyes y el olivo, que significa la victoria, también es para el Islam el profeta y el eje del mundo.
Y por último, el sobrepeso sacerdotal. Viene a nuestra memoria el papel de la iglesia en el cine de Luís Buñuel y, más concretamente, en su oscarizada cinta El discreto encanto de la burguesía. En la película se representa a un orondo obispo jardinero que comparte mesa con altos mandos militares y diplomáticos. Una cena imposible donde los comandantes melancólicos fuman marihuana en un alarde de surrealismo cinematográfico difícil de superar. Y siempre nos persigue la pregunta de por qué se representan a los sacerdotes con el poder, el buen comer y la buena vida. El mismo Papa Pablo II en el siglo XV, famoso por sus intrigas y por su inmensa fortuna, falleció como consecuencia de un empacho de melón aunque muchos afirmaban que había sufrido un ataque al corazón mientras era sodomizado por uno de sus pajes.
La iglesia necesita de la cocina y sus símbolos para propagar al mundo su mensaje evangélico. Pero las significaciones culinarias las carga el diablo. Conviene que nuestros obispos gobiernen las diócesis con mesura y prudencia gastronómica porque de grandes cenas están las sepulturas llenas. Como dijo Maquiavelo, gobernar es hacer creer.