Argumenta el profesor y filósofo Daniel Innerarity que comer, debido a su significación moral y global, es un verdadero acto político. Los actos cotidianos de la compra simbolizan una realidad que construye el mundo de la alimentación. Como bien se suele decir, somos lo que comemos, pero en este caso somos también lo que pensamos.
¿Existe ética en la compra? Evidentemente no significa lo mismo comprar alimentos procesados que se ingenian en fábricas con atmósferas controladas a miles de kilómetros a comprar hortalizas de Conil o naranjas de la vega de Carmona. Con cada compra estamos significando comportamientos que influyen en las condiciones de vida de nuestros agricultores, contribuimos a un modelo de sostenibilidad de nuestros paisajes rurales y, por tanto, estamos realizando un acto político y moral. No debe caber la duda. No es lo mismo la perca del Nilo que el besugo de la pinta de Tarifa.
Existen Puigdemonts de la gastronomía dispuestos a imponernos las excelencias de nuestra provinciaEn tiempos de golpes de estado no hay mayor ejercicio de independencia, ni actos más revolucionarios que cocinar, pensar y compartir
El process gastronómico que vivimos en la provincia de Cádiz, fácilmente extrapolable a la fiebre provincialista que viven otras muchas en España, es creernos que las fronteras las marcan los términos municipales y las diputaciones. Nos invaden los rankings y la actualidad gastronómica provincial nos impide saber qué está ocurriendo en Sevilla o en Málaga porque son territorio comanche.
Nos atosigan con las listas de establecimientos, de tapas, o de premiados que no pasan más allá de El Cuervo y aquí solo se vive de la carta de vinos gaditanos.
Esto no quiere decir que reivindicar tu pueblo, el gastrodestino o los recursos de la provincia sea algo perjudicial pero, piénsenlo, la frontera siempre es porosa y el territorio o nación lo construimos entre todos. Probar las tapas del Besana en Utrera o almorzar en Ronda al pie de su tajo te permite regresar a tu casa sin tener que visar el pasaporte.Existen Puigdemonts de la gastronomía dispuestos a imponernos las excelencias de nuestra provincia sin dejarnos ver que la realidad culinaria y la oferta hostelera también la podemos encontrar en una venta en Lebrija o en una taberna de Málaga. Lejos de esta visión provincial absurda, lo inteligente sería pensar que mi casa es todo lo que esté a dos horas de mi almohada.
Tanta fiebre hostelera gaditana, ensimismada en copiar y reproducir los mismos tipos de restaurantes, no ha servido para hacer una reflexión innovadora que nos conectaría con lo común. Existe una institución denominada ‘comida en común’ que el sociólogo alemán George Simmel reivindica en el banquete, dándole un sentido social y cultural a lo más radicalmente egoísta que es alimentarse.
¿Leería el gran Beni de Cádiz la obra de Simmel? El gran cantaor flamenco de la calle Hércules regentó, en los últimos años de su vida, un famoso restaurante en el barrio del Arenal sevillano cuya originalidad residía en que solo había una gran y única mesa y los comensales tenían que compartir obligatoriamente el mismo espacio entre desconocidos. Esto que hizo el Beni refuerza la tesis de Simmel, ya que, como seres precarios que somos los humanos, necesitamos vida social y el restaurante de Benito Rodríguez convirtió la comida en un acontecimiento colectivo, en un espacio común, renunciando a lo privado, al egoísmo individualista y contribuyendo al concepto de la buena vida. Imagínense a ese maestro de la exageración que fue El Beni de anfitrión de aquel extravagante y surrealista establecimiento. La verdad también se inventa, como dijo Machado.
Por último, queremos reivindicar el concepto de autodeterminación gastronómica que es el acto de cocinar uno mismo, en la medida en que «implica una ganancia de soberanía frente al mundo». Este sí que es un derecho a decidir. Cuando cocinamos nuestra propia comida estamos determinando nuestra libertad. Decidimos qué comemos y cómo guisamos. De ahí que cocinar también represente una provocación a los modelos de consumos rápidos y manifiestamente llenos de engaños nutritivos. Cocinar uno mismo requiere de tiempo, de recreación, de relajación, de vigilancia, en suma, se trata de un desafío al modo de vida que la sociedad capitalista nos quiere imponer.
Estamos viviendo un auténtico Process gastronómico. La cesta de la compra como acto político, la fiebre ególatra provincial, el ejemplo ingenioso del Beni de Cádiz en su restaurante sevillano y el valor de cocinarse a uno mismo demuestran que los procesos soberanistas están en todas partes. Unos marcan su frontera en el Ebro y otros en Trebujena.
En tiempos de golpes de estado no hay mayor ejercicio de independencia, ni actos más revolucionarios que cocinar, pensar y compartir.